Gritos, insultos, agresiones a los árbitros, batallas campales entre padres… Miles de niños soportan cada fin de semana un tormento. Mientras ellos juegan al fútbol, sus papás los ¿animan? como si se jugaran la vida. La Liga y algunos gobiernos autónomos intentan atajar el problema, pero ¿cuál es, de verdad, el problema?
«Mi hijo salía del fútbol llorando. Pero no lloraba por perder o por jugar mal. Lloraba por mi culpa, por mi comportamiento». Hoy lo tiene claro, pero a Juan -un empresario de 45 años- le costó un tiempo llegar a esta conclusión. En concreto, 2 años, los que pasaron desde que apuntó a su hijo, con 11 años, al club de su barrio, en Madrid, hasta que empezó a ir a terapia. Su «exaltación y vehemencia», como él mismo define su conducta, habían ido demasiado lejos.
Juan, asegura, no era consciente del daño que infligía a su hijo. «Mi modo de actuar cuando él tenía un partido le estaba afectando en todo. Se estaba distanciando de mí, en el colegio tuvo episodios de agresividad, sus notas bajaron… -cuenta hoy el padre-. Le gritaba mucho, le decía lo que tenía que hacer dentro del campo, discutía con los otros padres, tuve incluso algún forcejeo; hasta el día en que el entrenador, al que también le lanzaba reproches, me pidió que me retirara. Mi hijo estaba muy avergonzado».
Lejos de ser un caso aislado, escenas como las que Juan protagonizaba se repiten cada fin de semana por toda la geografía española, donde miles de adultos asisten a los partidos de sus hijos. La buena noticia para los niños es que ya están empezando a tomarse medidas. En Vizcaya, por ejemplo, los padres del Gallarta B, de categoría infantil (13-14 años), fueron castigados con tres partidos sin ver a sus retoños tras un encuentro en el que no cesaron de gritar y proferir insultos, llegando uno de ellos a abalanzarse sobre el árbitro. La sanción, curiosamente, tuvo consecuencias muy positivas para el equipo, ya que, sin padres, los chicos, que penaban como farolillo rojo, le metieron un 6-0 al siguiente rival, la mayor goleada de la temporada.
«Los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero muchos no saben, porque nadie se lo ha explicado, cuál es el papel del deporte a esas edades y el rendimiento que puede esperarse de los chicos -explica el psicólogo deportivo Chema Buceta, catedrático de la UNED y autor del libro Mi hijo es el mejor y, además, es mi hijo-. El deporte es algo muy emotivo y que juegue tu hijo lo hace más emotivo todavía. Pero la emotividad suele estar por encima de lo racional».
Perder por culpa de los padres
Ser emotivo, sin embargo, no implica necesariamente gritar, insultar, agredir a los árbitros ni desatar batallas campales entre padres, comportamientos demasiado frecuentes en el fútbol base entre muchos progenitores. La situación ha alcanzado niveles tan preocupantes que las autoridades han empezado a tomar cartas en el asunto. En Aragón, por ejemplo, el Gobierno autónomo ha implantado esta temporada el programa pionero Juega en valores, una iniciativa donde un ‘delegado de grada’ -padre, madre, hermano…- puntúa a su propia hinchada. En esta comunidad autónoma ya no basta con ser el equipo que marca más goles, tus seguidores deben mostrar una actitud ejemplar si no quieren echar a perder lo que los chicos han logrado sobre el terreno de juego.
La idea se suma a proyectos como la Escuela de Padres, creada por el exjugador Javier Torres Gómez. Hace unos años, Torres Gómez -que jugó durante más de una década en el Real Valladolid- fue nombrado coordinador de la cantera del club pucelano con la siguiente advertencia. «El mayor problema del fútbol base son los padres». Tras un trienio en el cargo puso en marcha su proyecto para educar a los mayores. «Para los padres, el respeto es un valor clarísimo en su familia. Sin embargo, en el terreno deportivo no siempre es así -subraya Torres Gómez-. Deben respetar las decisiones del entrenador y del árbitro, las reglas del juego y al propio niño que está aprendiendo. Porque equivocarse forma parte del aprendizaje».
Hace dos temporadas, con el apoyo de la Liga4Sports, una web que hace la cobertura de las federaciones deportivas, la Escuela de Padres dio el salto de Castilla y León a toda España. Desde entonces, padres y madres de pequeños futbolistas de 35 clubes de la Liga Santander y de la Liga 1,2,3 acuden a sus sesiones. «En condiciones normales, todo el mundo es sensato -reflexiona el exciclista Pipe Gómez, responsable de la Liga4Sports-. Los padres son gente normal, no quieren ser violentos, pero la pasión desmesurada y esas ganas de que tu hijo sea el mejor muchas veces se desbordan y sacan lo peor de ti. Con el taller tratamos de ponerlos ante el espejo, para que vean cómo se comportan y perciban si es razonable o no».
Terapia de grupo
La Escuela de Padres, que hace hincapié en la importancia de mamás y papás en la formación deportiva de sus hijos, tiene hoy sesión con padres y madres de niños y niñas del club Atlético de Madrid. David Rincón, psicólogo deportivo del Valladolid y cofundador del proyecto educativo, provoca las risas de su audiencia con el siguiente comentario: «Todo lo que podríais haber hecho en el fútbol ya lo hicisteis. Ahora les toca a vuestros hijos vivir sus propios sueños, no los vuestros». A continuación, rebaja las expectativas con un dato: de los más de 800.000 futbolistas federados en España, apenas el 0,05 por ciento recibe un salario a fin de mes. «Es más fácil que os toque la lotería que ver a vuestro hijo convertido en profesional», sentencia.
El sueño de tantos y tantos padres es comprensible. En un país donde el salario medio no supera los 25.000 euros, un jugador de Primera División gana, como mínimo, 155.000 euros anuales. Y uno de Segunda, 77.500 euros. Por no hablar de estrellas como Cristiano Ronaldo o Messi, que ingresan por hora lo que un mileurista percibe en todo un año. Euro arriba, euro abajo.
«Muchas familias de clase media baja sueñan con un hijo futbolista como una salvación que les permita ascender socialmente -explica Verónica Rodríguez, la terapeuta de Juan y directora de Coaching Club, un centro donde atiende casos con este tipo de proyección-. A las clases más altas, por su parte, les importa más el prestigio de contar con un jugador de élite en la familia».
Un grupo de madres colchoneras que acuden algún viernes a animar a sus hijos cuenta historias que abundan en esta dirección. «No hay que perder el norte. Hay padres que desde pequeñitos ya ven a sus hijos como profesionales. Aseguran incluso que hay ojeadores que van a ir a verlos jugar. Les exigen demasiado. Ves niños que salen llorando del campo y sus padres siguen riñéndolos: ‘Qué mal lo has hecho hoy’. ‘Podrías haber hecho eso o aquello’», revela Soledad Abal, madre de dos chicos de 6 y 10 años de la escuela base del Atlético de Madrid. «Hay padres incluso que cuelgan fotos en redes sociales para promocionar a sus niños», remata Sonia Gómez, con un pequeño en categoría prebenjamín.
Quien tiene un problema no es el niño
Detrás de comportamientos como estos -padres que parecen olvidar que se trata de una actividad deportiva cuyo fundamento es divertirse- se esconde, según Verónica Rodríguez, una distorsión cognitiva. «Es un trastorno con la misma sintomatología que la dismorfia corporal: la visión errónea que uno tiene de su propio cuerpo. Hay una deficiencia en la percepción de su hijo -explica la terapeuta-. Los padres creen de verdad que su hijo es un genio». En consecuencia, le cuentan a todo el mundo la gran jugada que su hijo se marcó el fin de semana y las conversaciones con él o sobre él acaban reduciéndose al fútbol. Este tipo de presión exagerada se da, en general, cuando el hijo destaca entre los compañeros. Buceta, de todos modos, rompe una lanza en favor de los padres. «La mayoría son bastante razonables», concede este profesional con 40 años de experiencia en el ámbito deportivo. De hecho, cuando se habla de actitudes agresivas en el fútbol base, no solo hay que mirar a los progenitores. Los entrenadores también tienen parte de responsabilidad. «Si el que insultara a sus hijos fuera un profesor en clase de matemáticas, los padres seguramente no lo aceptarían -ilustra el psicólogo deportivo-. Sin embargo, cuando el entrenador insulta a un chico en un partido, que son muchos los que lo hacen, y los padres están en la banda, ninguno dice nada».
En este sentido suele haber una gran diferencia entre los equipos de barrio y los clubes profesionales. «Se nota en cada partido -cuenta Soledad Abal desde la banda, mientras uno de sus hijos ‘atléticos’ juega contra un equipo del sur de Madrid-. Mira a su entrenador, todo el rato dando voces. Y el nuestro, tranquilo. Antes del partido les preguntan a los niños qué van a hacer, y ellos contestan. ‘¡Jugar y disfrutar!’. Ese es el espíritu».
Abal y su marido han hallado la paz tras vivir una singular pesadilla balompédica. «Los equipos de barrio no les suelen decir a los papás lo que quieren de ellos, pero en los de la Liga te dan un decálogo, nos piden responsabilidad y nos forman para ello», cuenta su marido, Pablo Fernández.
Algunos clubes de barrio, sin embargo, sí que adoptan iniciativas conciliadoras para evitar encontronazos entre padres. El valenciano C. D. Malilla, por ejemplo, aparte de reuniones mensuales, tras cada partido invita a comer a los padres y jugadores rivales. «Los padres no pueden ser solo patrocinadores y chóferes -subraya Buceta-. También quieren participar. Es clave darles un papel y educarlos».
Las 10 reglas con las que queremos jugar
1. Papá, no me regañes ni me grites ni me des instrucciones en público.
2. No le grites al árbitro ni al entrenador.
3. No menos-precies a mis compañeros ni al otro equipo.
4. Recuerda que lo que tú haces es un ejemplo para mí.
5. Recuerda que juego para divertirme y formarme como persona a través del deporte.
6. No olvides divertirte tú también.
7. Es solo un juego, el resultado no es lo más importante.
8. No me des lecciones sobre mis errores tras el partido.
9. Pregúntame qué tal lo he pasado, no solo si he ganado.
10. Aunque se me dé bien no tengo por qué ser el próximo Messi/Cristiano.
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